lunes, 23 de marzo de 2020

Refugiado


Refugiado

Se asomó apenas por la ventana, asustado por la ausencia de ruidos que ya reconocía como familiares. El vecino que salía a correr después de las 6 de la mañana. La señora de enfrente que baldeaba a las 7 y media, indefectiblemente. El marido de esa señora, que encendía el auto a las 7:45, antes de que ella termine, pero se iba diez minutos después, exactamente cuando ella entraba, mientras el perro empezaba a ladrar rompiendo el silencio habitual de esa calle, que con las dos fábricas abandonadas que tenía, una en cada vereda, era más parecido a un callejón/vecindario, que al barrio de su infancia. ¿Sería entonces el momento?
La espera era interminable, desde que se refugió en la casa de su abuela materna, escapando de una condena segura. Ya había perdido la cuenta de cuánto había pasado allí, desterrado del mundo. Llegó con algunas cosas, y algunas cosas encontró. La abuela estaba de viaje, Europa el destino. Tenía para varios meses de resguardo asegurado allí, y quienes lo buscaban no lo iban a encontrar jamás en ese rincón perdido del Universo. Cuando se le terminó la merca, supo que debía aprovechar para dejarla, porque era una de las razones que lo llevaron ahí. El faso le duró un poco más, mitad porque el frasco era grande, mitad porque primero se tomó toda la frula. El problema, después de terminado el alcohol que había aniquilado cuando esnifó hasta lo que no tenía, fue que cuando quiso arrancar por la vida sana, se dio cuenta de que tenía poca yerba. Bah, poca no. Pero cuando estás encerrado, el mate es la única manera de pasar el tiempo, el hambre y la ansiedad. Y ahí fue que se preocupó realmente. Debía salir, aunque no había definido el cómo y el cuándo.
Hay adicciones que uno puede manejar, y otras que son las que lo manejan a uno. Se puso la campera de jean, cómo si eso sirviera para protegerlo del viento frío de esa calle que había cambiado su clima después de tantos días de encierro. Se fijó si tenía plata en los bolsillos del pantalón, que se volvió a poner después de andar tanto tiempo en short, que hasta sentía la incomodidad del roce en las rodillas. En el bolsillo de atrás, tres papelitos con cuatro números telefónicos, que le hicieron sentir el alivio de no haberlos perdido. El del amigo que lo iba a salvar en caso de que sea necesario,  el de las dos personas que más amaba en el mundo, y el de ella. No los iba a molestar, bastante los jodió tomando decisiones erradas. Y seguramente ella lo odiaba, o al menos eso le iba a decir, porque las personas que uno más ama, son muy crueles para hacernos sentir cuando la cagamos. Y algunos, siempre la cagamos.
Al fin encontró el billete que buscaba, y pensó que era el momento de salir: las tres de la tarde es el momento en que la gente pone el piloto automático, y nadie ve nada. Se la iba a jugar, ya no le importaba lo que pudiese pasar. Abrió la puerta que daba a la calle, que rechinó sus bisagras como si hiciera semanas que no se hubiese abierto. Y posiblemente eso era así, aunque no podía discernir esas cuestiones. Asomó la caripela como cuando de pibes salíamos del lugar en el que estábamos escondidos para librar a todos los compañeros, después de esperar interminables minutos, mirando para todos lados, y con el cuore latiendo fuerte por la adrenalina de tal vez ser descubiertos.
Salió al fin, las manos temblorosas de los nervios, buscando calor en los bolsillos de la campera. No llegó a caminar ni cinco pasos, cuando una luz de una sirena iluminó de azul la cuadra. Ese segundo eterno lo hizo dudar si correr, o entregarse mansamente a su destino. Ganó en su cabeza la primera opción, y cuando estaba por pegar el pique quien sabe adónde, la sirena lo inmovilizó, bloqueado por el miedo a ser acribillado por la espalda. Antes de darse vuelta, pensando todavía que se estaba despidiendo de la nada misma, regalado en esa calle vacía, sólo se le cruzó el recuerdo de esos tres papelitos de colores, esos tacos de anotación que lo podían haber salvado. O al menos, podían haber servido para irse con la tranquilidad de que el amigo, los pibes, o ella al menos, sepan cuanto los amaba, a pesar de haber sido lo que siempre fue. Con los ojos llenos de lágrimas, agachaba la cabeza cuando empezó a sentir que alguien modulaba un Handy, y de las bocinas del patrullero, una voz mecanizada y poco definida, le pedía que regrese a su domicilio, del que lo habían visto salir recientemente. Que la disposición del gobierno sobre el aislamiento y la cuarentena era inviolable. Y que de no hacerlo, sería detenido.
Con un gesto entre adusto y resignado, levantó su mano sin mirar al patrullero, y se pegó la vuelta al trotecito, haciéndose el boludo como solía acostumbrar. Tenía una chance más, aunque tenga que secar la yerba usada. O no tenga cómo puta llamar a esos cuatro números telefónicos.


"...Cuando estés bien en la vía
sin rumbo, desesperao.
Cuando no tengas ni fe
ni yerba de ayer secándose al sol..."


Yira, Yira. Enrique Santos Discépolo



1 comentario:

  1. Muy bueno! Temí lo peor... Pero es increíble . Hasta en tus cuentos la "yuta" está haciendo bien las cosas por primeras vez en la historia.Parece que todos entendimos que de la única manera que podemos vencer es con el pueblo unido. SALUDOS!

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