Refugiado
Se asomó apenas por la ventana, asustado por la ausencia de
ruidos que ya reconocía como familiares. El vecino que salía a correr después
de las 6 de la mañana. La señora de enfrente que baldeaba a las 7 y media,
indefectiblemente. El marido de esa señora, que encendía el auto a las 7:45,
antes de que ella termine, pero se iba diez minutos después, exactamente cuando
ella entraba, mientras el perro empezaba a ladrar rompiendo el silencio habitual
de esa calle, que con las dos fábricas abandonadas que tenía, una en cada
vereda, era más parecido a un callejón/vecindario, que al barrio de su infancia.
¿Sería entonces el momento?
La espera era interminable, desde que se refugió en la casa
de su abuela materna, escapando de una condena segura. Ya había perdido la
cuenta de cuánto había pasado allí, desterrado del mundo. Llegó con algunas
cosas, y algunas cosas encontró. La abuela estaba de viaje, Europa el destino.
Tenía para varios meses de resguardo asegurado allí, y quienes lo buscaban no
lo iban a encontrar jamás en ese rincón perdido del Universo. Cuando se le terminó la merca, supo que debía
aprovechar para dejarla, porque era una de las razones que lo llevaron ahí. El
faso le duró un poco más, mitad porque el frasco era grande, mitad porque
primero se tomó toda la frula. El problema, después de terminado el alcohol que
había aniquilado cuando esnifó hasta lo que no tenía, fue que cuando quiso
arrancar por la vida sana, se dio cuenta de que tenía poca yerba. Bah, poca no. Pero
cuando estás encerrado, el mate es la única manera de pasar el tiempo, el
hambre y la ansiedad. Y ahí fue que se preocupó realmente. Debía salir, aunque
no había definido el cómo y el cuándo.
Hay adicciones que uno puede manejar, y otras que son las
que lo manejan a uno. Se puso la campera de jean, cómo si eso sirviera para
protegerlo del viento frío de esa calle que había cambiado su clima después de tantos
días de encierro. Se fijó si tenía plata en los bolsillos del pantalón, que se
volvió a poner después de andar tanto tiempo en short, que hasta sentía la
incomodidad del roce en las rodillas. En el bolsillo de atrás, tres papelitos
con cuatro números telefónicos, que le hicieron sentir el alivio de no haberlos
perdido. El del amigo que lo iba a salvar en caso de que sea necesario, el de las dos personas que más amaba en el
mundo, y el de ella. No los iba a molestar, bastante los jodió tomando
decisiones erradas. Y seguramente ella lo odiaba, o al menos eso le iba a
decir, porque las personas que uno más ama, son muy crueles para hacernos
sentir cuando la cagamos. Y algunos, siempre la cagamos.
Al fin encontró el billete que buscaba, y pensó que era el
momento de salir: las tres de la tarde es el momento en que la gente pone el
piloto automático, y nadie ve nada. Se la iba a jugar, ya no le importaba lo que pudiese pasar.
Abrió la puerta que daba a la calle, que rechinó sus bisagras como si hiciera
semanas que no se hubiese abierto. Y posiblemente eso era así, aunque no podía
discernir esas cuestiones. Asomó la caripela como cuando de pibes salíamos del
lugar en el que estábamos escondidos para librar a todos los compañeros,
después de esperar interminables minutos, mirando para todos lados, y con el
cuore latiendo fuerte por la adrenalina de tal vez ser descubiertos.
Salió al fin, las manos temblorosas de los nervios, buscando
calor en los bolsillos de la campera. No llegó a caminar ni cinco pasos, cuando
una luz de una sirena iluminó de azul la cuadra. Ese segundo eterno lo hizo
dudar si correr, o entregarse mansamente a su destino. Ganó en su cabeza la primera opción,
y cuando estaba por pegar el pique quien sabe adónde, la sirena lo inmovilizó,
bloqueado por el miedo a ser acribillado por la espalda. Antes de darse vuelta,
pensando todavía que se estaba despidiendo de la nada misma, regalado en esa
calle vacía, sólo se le cruzó el recuerdo de esos tres papelitos de colores,
esos tacos de anotación que lo podían haber salvado. O al menos, podían haber
servido para irse con la tranquilidad de que el amigo, los pibes, o ella al
menos, sepan cuanto los amaba, a pesar de haber sido lo que siempre fue. Con
los ojos llenos de lágrimas, agachaba la cabeza cuando empezó a sentir que
alguien modulaba un Handy, y de las bocinas del patrullero, una voz mecanizada
y poco definida, le pedía que regrese a su domicilio, del que lo habían visto
salir recientemente. Que la disposición del gobierno sobre el aislamiento y la
cuarentena era inviolable. Y que de no hacerlo, sería detenido.
Con un gesto entre adusto y resignado, levantó su mano sin
mirar al patrullero, y se pegó la vuelta al trotecito, haciéndose el boludo
como solía acostumbrar. Tenía una chance más, aunque tenga que secar la yerba
usada. O no tenga cómo puta llamar a esos cuatro números telefónicos.
"...Cuando estés bien en la vía
sin rumbo, desesperao.Cuando no tengas ni fe
ni yerba de ayer secándose al sol..."
Yira, Yira. Enrique Santos Discépolo
Muy bueno! Temí lo peor... Pero es increíble . Hasta en tus cuentos la "yuta" está haciendo bien las cosas por primeras vez en la historia.Parece que todos entendimos que de la única manera que podemos vencer es con el pueblo unido. SALUDOS!
ResponderEliminar