jueves, 2 de abril de 2020

La mirada


                                           La mirada

Cada tarde/noche que volvía del laburo, estaba más convencido de que desde la esquina algo o alguien me miraba, aunque me quedaba demasiado lejos para asegurarlo. Sobre todo porque esto había empezado a parecerme a principios de abril y conforme pasaban los días, aunque los árboles iban perdiendo el verdor, y las hojas también, cada día anochecía más temprano.
Mi barrio nunca se destacó por su luminosidad nocturna, más allá que cada casa se esforzaba en mostrar con sus focos tenues y siempre amarillentos, sus frentes. Apenas alcanzaban a darle brillo al asfalto reluciente por la humedad de las noches, o esas zanjas que bordeaban el cordón.
Debo decir que al principio no me causó más que curiosidad. No preocupación, por dos motivos: La esquina era la más lejana, o una de las dos más lejanas para ser más precisos. Y la otra, es porque la altura en la que se distinguía el par de ojos, no era amenazante. Digo, se entiende. Pero bueno, la cuestión es que se estaba yendo lentamente el otoño, y esos ojos me esperaban cada día según empezaba a sospechar yo, cuando volvía del laburo. Como era un tipo bastante puntual, y el bondi respetaba su frecuencia, ese momento no variaba de los cinco, diez minutos a los sumo. Salvo el día que se rompió en Pasco, y el que venía atrás, re cargado de pasajeros, no quiso parar, y esperamos el siguiente. Y ese día, casi media hora después de la hora habitual de llegada, estaban allí.
Me empecé a preocupar el día de la tormenta. Una lluvia torrencial, de esas que usualmente, e inevitablemente en mi barriada, inunda todo lo que queda cerca. Trueno, rayos y centellas. Un viento que parecía ser el padre del Cani. Me bajé corriendo del bondi, cuya parada queda una cuadra antes de la mía, y mientras trataba de embocar la llave, con los lentes que se me habían empapado, y las manos igual. De refilón, y casi sabiendo que no había nadie, miré para esa esquina. Y sí…Ahí estaba.
Eso fue el punto de inflexión. Durante esa semana cumplí mi rutina tradicional, y decidí que el lunes también lo haría. Cada día, la misma rutina: yo llegando casi a las 7 de la noche. Esa mirada vigilando inmutable desde la esquina.
Así que al martes siguiente no me aguanté más. Pedí permiso a mi jefa, con la excusa de tener que pagar algo que se me vencía, y salí un rato antes. Me caminé cuatro cuadras para tomar desde la estación el otro bondi, el que va más rápido, pero que me deja en la avenida paralela a la de mi casa. La idea estaba clara, aunque todavía deliberaba conmigo mismo sobre cómo ejecutarla. Llegaría un rato antes, o a la misma hora. Pero en este caso iría por el lado contrario, para ver si podía sorprender a quien me miraba cada día llegar. La incertidumbre, y el miedo, para qué negarlo, me hacían retorcer la panza, y  un nudo que se hizo pelota en la boca del estómago. Pero ya estaba decidido a revelar ese misterio.
Decidí viajando, mientras la música de mi reproductor intentaba calmarme, que cuando bajase de ese bondi, esperaría hasta llegar puntualmente a la hora en la que llegaba cada día. Apenas bajé, me di cuenta de que faltaban casi quince minutos para eso. Los esperé buscando en el teléfono algunas canciones que me hagan pasar esa pequeña eternidad, y puedan distraerme. No lo logré, todas las asociaba a ese momento con el que me tenía que encontrar con esos ojos que me acechaban. Cuando me di cuenta de que era el momento de ir a por ellos, como dicen los gallegos que habitualmente me acompañan en esas canciones, me decidí y arranqué. Antes me até los cordones, y me cerré la campera, tal vez pensando en el Pedro Navaja que había sonado en el viaje.
Hasta que estuve a dos calles, la mente iba en blanco. Cuando doblé la esquina, supe que después de eso, estaba lo que buscaba. O al menos eso era lo que debía ocurrir. Como todos sabemos, las manzanas tienen cuatro lados desparejos. Mi casa quedaba sobre una de las paralelas largas de la manzana, así que doblé encarando una de los lados cortos, quedando a la vuelta de mi casa, en L. Y cuando doblé, como estaba diciendo…Nada. Me frené, y retrocedí para poder esconderme apenas en la esquina anterior a la que era mi objetivo. Saqué el teléfono del bolsillo, y además de desconectar los auriculares para estar con todos los sentidos entregados a mi cometido, miré la hora. Y sí, era la hora exacta. Debía estar allí, y no estaba. Tardé un par de minutos en pensar qué hacer, hasta que decidí ir a casa. Vencido, y más preocupado que hasta ese momento. Caminé resuelto, casi enojado. Doblé la esquina contraria a la que hacía cada día, mientras Doña Ana, de la vereda de enfrente, me miraba sorprendida mientras me saludaba diciéndome qué bien que me quedaba el pelo corto, y cuánto hacía que no me veía, y yo le sonreía de compromiso, recordando lo mal que trataba cuando andaba con la hija de pibe. Si supiera que me lo corté hace más de diez años, se cae de culo la vieja, al darse cuenta de cómo pasa volando la vida. Así seguí, distraído por ese saludo inoportuno y casi desagradable, hasta llegar a la puerta de mi casa. Saqué las llaves, mientras veía como mi gato se deslizaba por el borde del techo, como festejando mi llegada. Y sonreí nuevamente, pero esta vez con amor. Y estaba entrando, resignado, cuando tuve la estúpida idea de mirar hacia la esquina. Hacia esa esquina… Y ante mi aterrada vista, ahí estaban esos ojos otra vez, relucientes. Como la sonrisa burlona que esta vez los acompañaban.

"Hay ojos de mujer, que castigan duro.
Y ella lo sabe, tan bien como él..."
Mientras haya luces del bar, Caballeros de La Quema

lunes, 30 de marzo de 2020

Coelho


                                                                        Coelho

Canadá. Fue lo primero que se me cruzó por la cabeza cuando me preguntó casi llorando adónde mierda íbamos a ir. Mi mala memoria me hizo creer que estaba respondiendo con parte de la letra de “Patri”, que habla de buscar un tren que nos escupa bien lejos, Ciudad Evita, Madagascar, Yugoslavia o La Paternal. Y no, ni en eso la pegaba.
Obviamente se enojó todavía más, ante una respuesta casi tan idiota como el planteo de irnos que le había hecho y que generó la pregunta de ella. Me dijo que no diga boludeces, que ella sin la madre no se iba a ningún lado. Antes de responder que la llevábamos con nosotros, y que definitivamente me mande a la puta que me parió, se anticipó y me antepuso como impedimento la parte administrativa y legal. Y tenía razón, ni siquiera tengo DNI yo, menos pasaporte. Y ni hablar de una visa, siendo que no tengo una profesión que sea de gran demanda en ningún lugar del planeta. Ni siquiera acá,  me dijo para dejar en evidencia que soy un completo inútil para el mercado globalizado.
Y tenía razón en todo. Le estaba proponiendo irnos, y poder vivir tranquilos, lejos de todo. ¿Lejos de qué? Parecía que a pesar de haber leído por arrastre generacional la malísima novela del brasilero, todavía no había aprendido que uno se va con su carga en las valijas. Sean sueños, recuerdos, problemas, amores, condenas. Todo. Pero yo solo me quería ir con ella, después de darme cuenta de que no podía estar sin ella.
No era la primera vez que me pasaba esto, pero como cada vez, quería creer que era la definitiva. Canadá, pensaba mientras ella me largaba una perorata barroca de motivos para no seguir conmigo, y mucho menos irse a ningún lado. Yo la escuchaba casi ensimismado, mirándola casi por compromiso, pero sin que ella se diera cuenta. Había aprendido esta técnica en los seis meses a los que fui  a la Universidad, y que por llegar tarde siempre me tocaba la primera fila de pupitres, y los profesores me miraban, porque siempre miran a los boludos que están adelante. Y así estaba, mientras la veía mover la boca como si estuviera masticando las palabras parta escupirlas, y ese escupitajo me cayera asquerosamente entre la nariz y la boca, dejándome  un gusto amargo  de abandono, veneno, desazón, reproches tardíos y reclamos absolutamente innecesario. ¿Para qué pedir perdón, si ya no le importa?, diría el Flaco que siempre tiene la posta.
Cuando ella terminó, o eso al menos yo creía, casi mecánicamente saqué el teléfono del bolsillo, y le pedí que me ponga la clave del wifi. Me miró desconcertada, seguramente pensando que no podía ser más pelotudo, pedirle esa boludez casi sin registrar todo lo que ella me había dicho en ese largo y lacrimal discurso que duró unos largos minutos. Me lo sacó impetuosamente de las manos, y se fue a la heladera en donde tenía pegada con un imán la interminable clave que le puso la empresa de telefonía, al lado de un par de souvenires de cumpleaños a los que habíamos ido a aburrirnos juntos, y deliverys que jamás llamamos. Volvió caminando rápido, casi ansiosa de ver qué carajos estaba por hacer, mientras me revoleaba prácticamente el teléfono para devolvérmelo. Creo que le di  las gracias, y me puse a buscar lo que necesitaba.
Ella se quedó imperturbable a mi lado, mientras yo concentradísimo terminaba de hacer lo que estaba haciendo. Cuando terminé, unos minutos después  ante la atenta y descreída mirada de ella, me levanté y apunté a la puerta de salida, dándome por invitado a retirarme, aunque ella no me lo hubiera dicho directamente. Yo lo intuía de su monólogo racional y cobarde, de esa mirada de despedida, de esos ojos que me miraban resignados.
Era tarde además, y mi casa no quedaba cerca de la suya, y al otro día se laburaba. Creo que le dije hasta mañana, fingiendo estar ofendido porque ella no se había animado a irse conmigo. Y le mentí, una vez más. Mañana tenía turno para sacarme el DNI, recién lo había conseguido online. Y voy a pedir permiso para no ir a laburar mañana, con ese pretexto. La embajada de Canadá no queda lejos del Registro Nacional de las Personas. Chupala Coelho, yo me voy igual.

"...Y ya no esperarás, más de la cuenta,
y siempre serás la que yo soñé.
Y yo seguiré pensando que es peor,
amar y envejecer..."


Amar y envejecer, Las Pastillas del Abuelo.

miércoles, 25 de marzo de 2020

La Guerra


                                                    La Guerra       

-¡¿Qué me mirás, pelotudo!?-
El grito hizo dar vuelta a todos, y el silencio que se hizo pareció estar antecediendo la exclamación que sorprendió a todos, menos a él. En realidad, por supuesto que el silencio fue posterior a ese altisonante insulto, pero a todos les hizo olvidar qué estaban haciendo o hablando antes de eso. En eso se concentró toda la atención, mientras ella echaba fuego por los ojos, la boca cerrada como apretando los labios para no seguir destilando odio. Un odio que la vencía, ante la impávida cara de él, que se quedó parado al lado de su silla, mirándola con una paz que no podía más que desconcertar al resto, que estaba luchando contra su propia curiosidad, sin saber si reírse, intervenir a favor de alguno de los dos, o mirar con complicidad al que tenía más cerca.
Eso pareció durar una eternidad, como en las películas de cowboys cuando se están por batir a duelo los dos protagonistas. Ella jamás le quitó la mirada de los ojos, y el parecía mirarla sin ver. Atinó a sonreír, lo que pareció ser nafta en el fuego de los ojos de ellas, siempre tan dulces hasta en el color miel, pero una llama del infierno en ese momento, que él atizaba con cada mínimo gesto, que solo ella adivinaba o preveía. O los imaginaba, porque la cara de él era de una inexpresividad absoluta. Pero no, ahí estaban los dos ante la expectativa del resto. Alguien intentó decir algo, o lo hizo pero nadie llegó a entenderlo, mucho menos ellos dos. Cuando ella se paró, pareció llegar el clímax del enfrentamiento. Era más baja que él, como habitualmente ocurre en un encuentro así. Pero el ímpetu de ella, más la pasividad de él, los ponía casi cara a cara, la nariz de ella casi contra la de él, que se alejó un poco para evitar el roce, o el choque. Y cuando parecía inevitable el impacto, se abrió la puerta.
Todos sabían lo que eso significaba, así que sin dejar de mirarlos a ellos, que en su abstracción fueron los únicos que no se percataron de lo que estaba sucediendo, entre corriendo y saltando, se volvieron a sus lugares habituales, mirando a quién entró, que no llegaba a enterarse del todo de lo que estaba pasando. Solo les pidió a ellos que se sienten también, y ante la notable indiferencia, lo reiteró elevando la voz. Tampoco resultó efectivo eso. Entonces en lugar de ir a ubicarse a su lugar, se fue caminando, mientras miraba la cara alerta de todos, que esperaban su intervención, para descubrir de una vez por todas qué había pasado.
Con un preconcepto que casi en todos los casos se cumple, le preguntó a ella qué le había hecho él. Ella, aguantando el llanto y apretando las manos tanto que se clavaba las uñas en las palmas, guardó silencio. Entonces, siguiendo esa intuición que no falla, le preguntó a él qué pasó. 
Movió la cabeza como negando algo de lo que nadie lo había acusado, porque nadie entendía aún nada. Lo volvió a preguntar, esta vez dirigiéndose a los dos, pero mirando al resto, esperando que alguien se anime a decir algo. Y nada...
Cuando estaba por alterarse como habitualmente lo hacía, y emprender un discurso en el que seguramente acusaría a todos de lo que estaba pasando, para provocar de alguna manera que alguno hable y ponga negro sobre blanco, ella habló.
-No pasó nada, Seño.- Y se sentó,  la sonrisa  iluminándole la cara, y otra vez las pecas siendo el detalle que daba marco a ese rostro perfecto, al mismo tiempo que le daba la espalda a él, que aprovechando ese segundo de confusión, apuró el paso y se fue a sentar al fondo, que es el lugar en el que suelen sentarse los pibes como así.
Sin que nadie se diera cuenta, agarró el papelito que ella le había dado antes de que entraran todos, apenas terminó el recreo, y del que él se había reído como un imbécil, y se lo metió en el bolsillo chiquito del guardapolvo, doblado como lo había recibido. De los nervios, de no poder creer lo que ella le había escrito. De eso se rió.
La Seño, como hacen todas, siguió como si nada hubiera ocurrido. Como la vida misma. No sabía ella, ni nadie, que en ese “Me gustás”, de color rojo adornado con mariposas celestes estaba sintetizado lo que iba a significar el comienzo de una guerra que él ya había perdido.

"...Me asusta, tu guerra, menos
Que el alto el fuego en tu corazón..."
Alto el fuego, Jorge Drexler



lunes, 23 de marzo de 2020

Refugiado


Refugiado

Se asomó apenas por la ventana, asustado por la ausencia de ruidos que ya reconocía como familiares. El vecino que salía a correr después de las 6 de la mañana. La señora de enfrente que baldeaba a las 7 y media, indefectiblemente. El marido de esa señora, que encendía el auto a las 7:45, antes de que ella termine, pero se iba diez minutos después, exactamente cuando ella entraba, mientras el perro empezaba a ladrar rompiendo el silencio habitual de esa calle, que con las dos fábricas abandonadas que tenía, una en cada vereda, era más parecido a un callejón/vecindario, que al barrio de su infancia. ¿Sería entonces el momento?
La espera era interminable, desde que se refugió en la casa de su abuela materna, escapando de una condena segura. Ya había perdido la cuenta de cuánto había pasado allí, desterrado del mundo. Llegó con algunas cosas, y algunas cosas encontró. La abuela estaba de viaje, Europa el destino. Tenía para varios meses de resguardo asegurado allí, y quienes lo buscaban no lo iban a encontrar jamás en ese rincón perdido del Universo. Cuando se le terminó la merca, supo que debía aprovechar para dejarla, porque era una de las razones que lo llevaron ahí. El faso le duró un poco más, mitad porque el frasco era grande, mitad porque primero se tomó toda la frula. El problema, después de terminado el alcohol que había aniquilado cuando esnifó hasta lo que no tenía, fue que cuando quiso arrancar por la vida sana, se dio cuenta de que tenía poca yerba. Bah, poca no. Pero cuando estás encerrado, el mate es la única manera de pasar el tiempo, el hambre y la ansiedad. Y ahí fue que se preocupó realmente. Debía salir, aunque no había definido el cómo y el cuándo.
Hay adicciones que uno puede manejar, y otras que son las que lo manejan a uno. Se puso la campera de jean, cómo si eso sirviera para protegerlo del viento frío de esa calle que había cambiado su clima después de tantos días de encierro. Se fijó si tenía plata en los bolsillos del pantalón, que se volvió a poner después de andar tanto tiempo en short, que hasta sentía la incomodidad del roce en las rodillas. En el bolsillo de atrás, tres papelitos con cuatro números telefónicos, que le hicieron sentir el alivio de no haberlos perdido. El del amigo que lo iba a salvar en caso de que sea necesario,  el de las dos personas que más amaba en el mundo, y el de ella. No los iba a molestar, bastante los jodió tomando decisiones erradas. Y seguramente ella lo odiaba, o al menos eso le iba a decir, porque las personas que uno más ama, son muy crueles para hacernos sentir cuando la cagamos. Y algunos, siempre la cagamos.
Al fin encontró el billete que buscaba, y pensó que era el momento de salir: las tres de la tarde es el momento en que la gente pone el piloto automático, y nadie ve nada. Se la iba a jugar, ya no le importaba lo que pudiese pasar. Abrió la puerta que daba a la calle, que rechinó sus bisagras como si hiciera semanas que no se hubiese abierto. Y posiblemente eso era así, aunque no podía discernir esas cuestiones. Asomó la caripela como cuando de pibes salíamos del lugar en el que estábamos escondidos para librar a todos los compañeros, después de esperar interminables minutos, mirando para todos lados, y con el cuore latiendo fuerte por la adrenalina de tal vez ser descubiertos.
Salió al fin, las manos temblorosas de los nervios, buscando calor en los bolsillos de la campera. No llegó a caminar ni cinco pasos, cuando una luz de una sirena iluminó de azul la cuadra. Ese segundo eterno lo hizo dudar si correr, o entregarse mansamente a su destino. Ganó en su cabeza la primera opción, y cuando estaba por pegar el pique quien sabe adónde, la sirena lo inmovilizó, bloqueado por el miedo a ser acribillado por la espalda. Antes de darse vuelta, pensando todavía que se estaba despidiendo de la nada misma, regalado en esa calle vacía, sólo se le cruzó el recuerdo de esos tres papelitos de colores, esos tacos de anotación que lo podían haber salvado. O al menos, podían haber servido para irse con la tranquilidad de que el amigo, los pibes, o ella al menos, sepan cuanto los amaba, a pesar de haber sido lo que siempre fue. Con los ojos llenos de lágrimas, agachaba la cabeza cuando empezó a sentir que alguien modulaba un Handy, y de las bocinas del patrullero, una voz mecanizada y poco definida, le pedía que regrese a su domicilio, del que lo habían visto salir recientemente. Que la disposición del gobierno sobre el aislamiento y la cuarentena era inviolable. Y que de no hacerlo, sería detenido.
Con un gesto entre adusto y resignado, levantó su mano sin mirar al patrullero, y se pegó la vuelta al trotecito, haciéndose el boludo como solía acostumbrar. Tenía una chance más, aunque tenga que secar la yerba usada. O no tenga cómo puta llamar a esos cuatro números telefónicos.


"...Cuando estés bien en la vía
sin rumbo, desesperao.
Cuando no tengas ni fe
ni yerba de ayer secándose al sol..."


Yira, Yira. Enrique Santos Discépolo