martes, 7 de junio de 2016

Etéreo

                                    ETÉREO

Llegó hasta ahí, hasta ese punto, hasta ese lugar, ni sabía cómo. Sentado en esa mesa, en ese bar al que entró porque el agotamiento le había impedido llegar más allá, sintió que hasta ahí llegaba, que renunciaba. El peso, la opresión sobre sus hombros, esa espalda que cargaba una mochila sufriente y monolítica, que no se veía pero se soportaba de manera casi irracional, porque sí, porque ahí estaba. 
Miraba el café que humeaba, largando los últimos indicios de calor, porque seguro que sólo estaba tibio, estancado hacía largos minutos sin que sus dolientes brazos llevaran sus manos para pegarle un sorbo. O tal vez esperaba que se evapore, y en el fondo de ese café, la borra leída le diese las coordenadas correctas para seguir ese rumbo que a los tumbos lo llevaba a ningún lado desde hace años, ya ni recuerda cuántos. Sin quitar la vista del líquido negro, apenas humeante, comenzó una mirada retrospectiva interna, algo que cree haber hecho miles de veces, pero que siempre uno hace cuando el mundo que nos rodea es una bota pisándonos la nuca.
 Y entonces pensó si habrá sido cuando empezó a preocuparse por la pilcha que llevaba puesta, en lugar de seguir embarrándose mientras corría atrás de una pelota con los pibes del barrio. Y concluyó que no, que ese pibe todavía seguía en él. Pensó entonces en cuando terminó la secundaria, y ese flaco despreocupado que sólo se dedicaba a los libros, a la utopía de una sociedad más justa, y a las pibas más lindas del barrio, tuvo que ir a laburar bajo patrón, con horarios inflexibles y sueldos indignos. Y los libros que leía por placer, pasaron a ser libros específicos que debía leer si alguna vez quería dejar de ser explotado. O en realidad, en el mejor de los casos, sentirse menos explotado. Y la música que disfrutaba tocar, vivir, pasó a ser un recuerdo, porque las obligaciones no saben de ensayos, y la economía de guerra no conoce de conciertos.
Se estaba poniendo pesado el análisis. Más cuando pensó que todo debe haber comenzado cuando en esa temprana edad, la noviecita quedó embarazada, y el fruto fue ese hermoso pibe que hoy ya es un hombre y lo hizo abuelo. O cuando esa noviecita dejó de ser su mujer, yéndose con alguien mejor porque en realidad nunca habían sido pareja, si no sólo padres .Mejor para ella. Y desde entonces nunca más enderezó su vida amorosa, y sigue hasta hoy un zigzagueo indescifrable en el que está más solo que la luna. O cuando se quedó sin laburo, y tuvo que volver a la casa de los viejos, vencido, derrotado. O ayer mismo, cuando salió a ganarse el mango en la calle, y se dio cuenta que ni eso puede hacer, porque esta ciudad está llena, repleta, invadida de gente como él, rendida, vencida, desesperanzada, agobiada, oprimida, desanimada, defraudada, abatida, derrumbada, abusada, gastada, sometida. Muerta en vida, pensó para rematar la desazón de su conclusión. 
Con los ojos duros, sin reacción, marchitos, clavados en el café todavía, los hombros apuntando a esa mesa por el peso, sintió un estruendo. Una explosión metálica, una cadena que se corta y provoca un sonido que asusta. Lo siguió un aleteo indescriptible, un batir de alas tenebroso, de cuervos y carroña.Se cubrió la cabeza pensando que se le caía algo, el ventilador de techo o el cielorraso, andá a saber. Miró a su alrededor y nadie se inmutó. Se sorprendió que el miedo le haya dado esa agilidad en los brazos para cubrirse, cuando hasta hacía unos segundos parecían cargar una cruz más pesada que la del Cristo aquél del lejano catecismo , hecha con durmientes de quebracho colorado, abulonada y remachada con hierro. Se dio cuenta al mirar que las cosas habían recuperado un color que antes no distinguía. La ventana regalaba un reflejo soleado que iluminaba esos árboles mitad verde y mitad ocre de hojas secas que permite disfrutar esta época del año. Y comprendió que el estruendo había sido en él, adentro. Y notó que algo, el ancla que lo detenía desde hace tiempo, perdió su amarre. La espalda volvió a sentirse como alguna vez, fuerte y resistente. Las manos, veloces y fuertes, casi rompen el bolsillo del jean en el que rebuscó los últimos mangos que le quedaban para pagar el café. Las piernas lo empujaron hacia arriba de un salto, parándose como resorte. Se sintió increíblemente bien, y volvió a la calle, caminando mientras tras de sí sentía caer cosas que ni sabía que venía arrastrando. Como ocurre siempre, ya no se preguntó por qué estaba así, porque la introspección es cosa de la gente no sabe lo que le pasa.
 Y se fue así, cuesta  arriba del Bajo hacia el Centro, caminando sin pisar el suelo.

“…Algunas veces, mejor no preguntar
por una vez que algo sale bien
si todo empieza y todo tiene un final
hay que pensar que la tristeza también
se va,
se va,
se fue.”


Jorge Drexler, “SE VA, SE VA, SE FUE”