ETÉREO
Llegó hasta ahí, hasta ese punto, hasta ese lugar, ni
sabía cómo. Sentado en esa mesa, en ese bar al que entró porque el agotamiento
le había impedido llegar más allá, sintió que hasta ahí llegaba, que
renunciaba. El peso, la opresión sobre sus hombros, esa espalda que cargaba una
mochila sufriente y monolítica, que no se veía pero se soportaba de manera casi
irracional, porque sí, porque ahí estaba.
Miraba el café que humeaba, largando
los últimos indicios de calor, porque seguro que sólo estaba tibio, estancado
hacía largos minutos sin que sus dolientes brazos llevaran sus manos para
pegarle un sorbo. O tal vez esperaba que se evapore, y en el fondo de ese café,
la borra leída le diese las coordenadas correctas para seguir ese rumbo que a
los tumbos lo llevaba a ningún lado desde hace años, ya ni recuerda cuántos.
Sin quitar la vista del líquido negro, apenas humeante, comenzó una mirada
retrospectiva interna, algo que cree haber hecho miles de veces, pero que
siempre uno hace cuando el mundo que nos rodea es una bota pisándonos la nuca.
Y entonces
pensó si habrá sido cuando empezó a preocuparse por la pilcha que llevaba
puesta, en lugar de seguir embarrándose mientras corría atrás de una pelota con
los pibes del barrio. Y concluyó que no, que ese pibe todavía seguía en él.
Pensó entonces en cuando terminó la secundaria, y ese flaco despreocupado que
sólo se dedicaba a los libros, a la utopía de una sociedad más justa, y a las
pibas más lindas del barrio, tuvo que ir a laburar bajo patrón, con horarios
inflexibles y sueldos indignos. Y los libros que leía por placer, pasaron a ser
libros específicos que debía leer si alguna vez quería dejar de ser explotado.
O en realidad, en el mejor de los casos, sentirse menos explotado. Y la música
que disfrutaba tocar, vivir, pasó a ser un recuerdo, porque las obligaciones no
saben de ensayos, y la economía de guerra no conoce de conciertos.
Se estaba poniendo pesado el análisis. Más cuando
pensó que todo debe haber comenzado cuando en esa temprana edad, la noviecita
quedó embarazada, y el fruto fue ese hermoso pibe que hoy ya es un hombre y lo
hizo abuelo. O cuando esa noviecita dejó de ser su mujer, yéndose con alguien
mejor porque en realidad nunca habían sido pareja, si no sólo padres .Mejor
para ella. Y desde entonces nunca más enderezó su vida amorosa, y sigue hasta hoy un
zigzagueo indescifrable en el que está más solo que la luna. O cuando se quedó
sin laburo, y tuvo que volver a la casa de los viejos, vencido, derrotado. O
ayer mismo, cuando salió a ganarse el mango en la calle, y se dio cuenta que ni
eso puede hacer, porque esta ciudad está llena, repleta, invadida de gente como él,
rendida, vencida, desesperanzada, agobiada, oprimida, desanimada, defraudada,
abatida, derrumbada, abusada, gastada, sometida. Muerta en vida, pensó para
rematar la desazón de su conclusión.
Con los ojos duros, sin reacción,
marchitos, clavados en el café todavía, los hombros apuntando a esa mesa por el
peso, sintió un estruendo. Una explosión metálica, una cadena que se corta y
provoca un sonido que asusta. Lo siguió un aleteo indescriptible, un batir de
alas tenebroso, de cuervos y carroña.Se cubrió la cabeza pensando que se le
caía algo, el ventilador de techo o el cielorraso, andá a saber. Miró a su
alrededor y nadie se inmutó. Se sorprendió que el miedo le haya dado esa
agilidad en los brazos para cubrirse, cuando hasta hacía unos segundos parecían
cargar una cruz más pesada que la del Cristo aquél del lejano catecismo , hecha
con durmientes de quebracho colorado, abulonada y remachada con hierro. Se dio
cuenta al mirar que las cosas habían recuperado un color que antes no
distinguía. La ventana regalaba un reflejo soleado que iluminaba esos árboles
mitad verde y mitad ocre de hojas secas que permite disfrutar esta época del
año. Y comprendió que el estruendo había sido en él, adentro. Y notó que algo,
el ancla que lo detenía desde hace tiempo, perdió su amarre. La espalda volvió
a sentirse como alguna vez, fuerte y resistente. Las manos, veloces y fuertes,
casi rompen el bolsillo del jean en el que rebuscó los últimos mangos que le
quedaban para pagar el café. Las piernas lo empujaron hacia arriba de un salto,
parándose como resorte. Se sintió increíblemente bien, y volvió a la calle,
caminando mientras tras de sí sentía caer cosas que ni sabía que venía
arrastrando. Como ocurre siempre, ya no se preguntó por qué estaba así, porque
la introspección es cosa de la gente no sabe lo que le pasa.
Y se fue así,
cuesta arriba del Bajo hacia el Centro,
caminando sin pisar el suelo.
“…Algunas veces, mejor no
preguntar
por una vez que algo sale bien
si todo empieza y todo tiene un final
hay que pensar que la tristeza también
se va,
se va,
se fue.”
por una vez que algo sale bien
si todo empieza y todo tiene un final
hay que pensar que la tristeza también
se va,
se va,
se fue.”