lunes, 26 de noviembre de 2012

In Evitable


In Evitable

Primero fue algo que percibí muy lejano, como un reflejo del que uno no reconoce el origen. Me inquietó apenas, pero no llegó a ser más que eso, una distracción.
Hacía meses que compartíamos un apartamento en el centro de la ciudad, y más que una pareja, podíamos definirnos como socios en esa aventura. Nos conocimos porque debía pasar, fue algo ineludible. Respetábamos nuestras posiciones ganadas, y colaborábamos mutuamente para que el otro tenga menos escollos para alcanzar sus metas a corto y mediano plazo. Nunca nos propusimos nada que requiriese un extenso desarrollo, un plan metódico con un compromiso que involucrase promesas y juramentos de esos que ya están condenados a diluirse con el simple paso del tiempo. Y así seguíamos sumando días en esta convivencia conveniente.
Un poco más adelante ya hubo síntomas de que no era algo que yo imaginaba. El ambiente en general estaba tomando otra importancia. De repente, y de la nada yo no dejaba de pensar en ella. Y de la misma manera, ella entraba a la casa casi a las corridas, llamándome por mi nombre. Yo asustado salía a su encuentro a ver si algo le había sucedido, y no. Con un gesto entre el temor y la vergüenza, me decía que nada, que no pasaba nada. Que solo quería saber si estaba.
Empezaron las llamadas vía celular, y a los teléfonos fijos del trabajo. Esto último era más inquietante, porque de esta manera no había forma de que uno le dijera al otro mentira alguna. O estabas allí, y la sola respuesta al llamado (respuesta que por supuesto que garantizaba que ahí estabas) era suficiente para que del otro lado de la línea corten; o no estabas y eso era la habilitación para un inmediato y casi desesperado llamado al móvil. De ese llamado, se esperaba primero una respuesta que tranquilice al otro de que todo estaba bien; para luego casi pedir una detallada explicación de dónde estábamos; por qué estábamos allí; con quién estábamos; y hacia donde nos llevarían nuestros próximos pasos. Y lo preocupante realmente que no era una obsesión unidireccional. No, era de ella hacia mí; y de mí hacia ella.
Todo fue más claro y evidente, y ya fue imposible disimularlo, cuándo la delgada línea que siempre separa a quiénes conviven entre “lo mío” y “lo tuyo”, desapareció casi por completo. Sin darme cuenta, yo reclamaba por discos que ella había prestado, y al hacer memoria recordaba que eran sus discos. Los libros que ella me reprochaba por no encontrar, eran mis libros. El colmo fue la noche que al ir a acostarnos, dábamos vuelta por la habitación haciéndonos los distraídos. Yo, porque no recordaba cuál era mi lado en la cama, y no me animaba a confesárselo. Ella, según me dijo después, estaba confundida porque no sabía si la almohada rectangular era la suya, o la anatómica. Y pensándolo bien, si me hubiese preguntado, yo tampoco lo hubiese respondido con seguridad.
A la mañana siguiente de esa noche, después de pasármela mirando el techo casi inmóvil, y sintiendo como ella se retorcía en su costado (o el mío, no estaba seguro aún) porque seguramente la almohada que había tomado no era la de ella, y es imposible dormir con una almohada incómoda, nos alistamos para emprender la rutina laboral casi sin hablar. Digo casi porque mecánicamente dije un automatizado “buen día”, que fue respondido de la misma manera. Eso, y las preguntas sobre la temperatura que reflejaba la pantalla de la tv; el comentario sobre el problema de la gente sin hogar ahora que se viene el invierno; y la crítica vacía y snob a los looks de la alfombra roja de la entrega de premios de la noche anterior en Hollywood; fue todo lo que nos dijimos. En realidad, excusas para no hablar de lo que nos pasaba, de algo que se caía de maduro y que inevitablemente iba a terminar por explotar. Así, levantamos las tazas del desayuno casi sin mirarnos para no provocar la charla. Y cuando me dijo esperame que ya salimos, no aguanté más. Con el pecho reventándome por el galope del corazón, la boca seca y los ojos al borde de la mariconeada, le dije tembloroso:
-¿Por qué evitarlo? No se aguanta más esta situación-
Ella reaccionó casi imitándome, o yo creí ver en ella mi rostro, la réplica de mis sensaciones, gestos y vacilaciones. Y sólo dijo:
-Tenés razón, es inútil escaparse- y me beso como si fuese la primera vez. Y era la primera vez, si contamos como primera vez el beso que se dan las personas que pierden el miedo. Si contamos por primera vez el beso que se dan dos personas cuando se dan cuenta que sí, que van jugar a la vida eterna. Aunque esta se termine mañana.



“Un día de estos te doy un susto y te pido, 
seria y formalmente, que te cases conmigo. 
Ay, mi vida, un día el susto te lo doy yo a ti, 
y si me preguntas, te respondo que "sí".”
“Pequeña criatura”, Ismael Serrano


lunes, 19 de noviembre de 2012

La cima del mundo

La cima del mundo


Observo detenidamente con la perspectiva que da la altura de mi posición, el mundo que me rodea.
El parque está espléndido hoy, el verde de las copas de los enormes árboles relucen con cada rayo de sol que los invade, las aceras del paseo, todavía un poco húmedas por el rocío del amanecer también resplandecen. Unos pocos transeúntes las surcan: Los entusiastas gimnastas que buscan a través de su figura expresar lo buenos que son, inmersos en esta sociedad en que las personas son evaluadas por su apariencia; los obsesionados ejecutivos y aspirantes a serlo que llegan ansiosos a sus oficinas, tempranísimo para impresionar a sus jefes, porque todos tenemos uno, y así poder mantener un status económico que les interesa más a los otros que a ellos, que preferirían la bohemia y el arte, pero se entregan a sus labores pensando en hipotecas, matrículas de colegios privados, joyas para sus esposas, mascotas de raza y el auto 0 km que se están por comprar; los trabajadores menos afortunados, aquéllos que cumplen horarios y órdenes, sin analizarlos siquiera porque entienden que eso es lo que les tocó, que la suerte al repartir las vidas que les correspondía a cada uno fue esquiva con ellos y ya está, es tarde para lamentarse. Y no mucha gente más, no de estos que se destacan por sus lamentables vidas.
Y estoy yo, aquí arriba. Observando, analizando y sopesando mi intervención, la necesidad de que esta ocurra como otras veces. Mi formación, mi preparación y mi certero análisis me permite este tipo de arbitraje, el de decidir con el poder que me fue concedido, si las personas que lamentablemente viven en este tipo de limbos sociales, son merecedoras de mi asistencia.
No es algo que se dispense a mano suelta, no. Se debe establecer un criterio, en este caso el mío, para evaluar si la intromisión es válida. Una vez que actúe, nada será para esas personas lo mismo. La vida que hasta allí llevaban será un triste y lejano recuerdo, un recuerdo irrecuperable. Pero tengo ese don, y me siento obligado a ejecutarlo, a realizar mi misión en la tierra más allá de evaluaciones de gente que no comprenderá que lo mío es algo superior, no entendible generalmente para personas del vulgo, para filósofos de cafetín o teólogos frustrados. No, hay acciones que escapan al entendimiento llano, al análisis superficial al que estamos acostumbrados  hacer sobre las situaciones que normalmente escapan a nuestro intelecto.
Por suerte hay gente como yo, y por suerte no soy el único. Mi método quizá me diferencie de otros, pero no somos pocos. Y como hoy estoy de muy buen humor, creo que será esta vez una intervención múltiple, y no las simples a las que acostumbro. Los elegidos serán dos, tres o más. Dependerá de cómo resulten las primeras dos, del revuelo que puedan generar.
Pero bueno, tanto filosofar está complicando mis objetivos. Debo realizar esto, y volver a mi hogar. O tal vez sea un buen momento para tomarme unos días e ir a visitarla, escapando un poco de mis obligaciones, ya sea con mi trabajo formal, como el que asumí al explotar mi don. Pasar toda la noche aquí arriba me generó cierta somnolencia, así que sólo me voy a tomar unos minutos más para beber un trago de mi petaca, y fumarme un cigarrillo disfrutándolo a pleno, pero sin pensar en nada más que en lo que voy a hacer después, que decididamente es ir a verla. Una vez que doy la última pitada al cigarro, y lo piso para apagarlo, ya estoy compenetrado y listo.
 Y elijo a aquella pareja que viene trotando del lado este del césped, son perfectos según mi criterio de hoy, qué es no tener criterio, sólo elegir caprichosamente. Tengo ese poder, me fue conferido por mi jefe. Me persigno, acomodo el fusil, y disparo. Cae el primero, y cuando la compañera va a reaccionar, la alcanzo con un disparo en la frente. Podría dispararle al vendedor de periódicos que viene a la carrera hacia ellos porque los tenía de frente y vio como cayeron, pero no. Es suficiente por hoy.
Me voy a verla a ella. Después de salvar a dos almas más de sufrir miserablemente su vida, creo que merezco que alguien me salve a mí de tanta responsabilidad.




"No le importa si su destino es violento
Va tranquila, la bala no tiene sentimientos
como un 
secreto que no quieres escuchar
la bala va diciéndolo todo sin hablar"

“La bala”, René Pérez Joglar, “Residente”, Calle 13



lunes, 12 de noviembre de 2012

Búsqueda



Búsqueda


Entrando a ese pueblo, estaba pensando seriamente en abandonar mi búsqueda. Mi caballo, el cuarto que cambiaba desde el inicio de mi expedición, se arrastraba a paso de hombre por el calor, el cansancio y la poca convicción con la que yo lo llevaba. Sí, creo que los caballos pueden presentir eso.
Sin provisiones, con apenas un poco de agua, llegamos a ese paraje perdido en la que probaríamos suerte, como tantas otras veces. Unas preguntas de rigor, la poca voluntad de la gente por prestarse a responder, cierta desconfianza en mi aspecto, que fue deteriorándose lenta pero inexorablemente, y mi cada vez menos paciente forma de efectuar esas preguntas, dificultaban mi trabajo cada vez más.
Cuando acepte la misión, no pensé que fuese una locura como resultó. Un sobre con el dinero suficiente para vivir cómodamente durante un año; una breve descripción de mi objetivo; y, por sobre todo, la tranquilidad de que nadie me iba a controlar, ni en los métodos, ni en los tiempos que esto me demandase. Parecía el trabajo ideal, aunque nunca supuse que esa simpleza escondía la trampa de mi futura obsesión.
Y así comencé por los lugares obvios, lugares que cualquier persona buscaría para que no la encuentren. Playas de mares azules y arenas blancas, con perdidas casitas en los perdidos médanos que alejan a curiosos y visitantes por su naturaleza indómita. Y nada.
Seguí por las montañas, con verdes praderas con unos picos nevados de fondo, con cabañas incrustadas en esa perfección, desafiando la belleza del paisaje con la imbecilidad de la creación humana. Y no.
Volví a la ciudad, con sus luces y sus tentaciones; sus pecados y la posibilidad de ser nadie, un anónimo multiplicado. Recorrí bares, cabarets, ferias, hoteles, iglesias. Mostré su fotografía, dije lo que sabía y no, tampoco estaba allí.
Y ahí comenzó mi obcecación. Ya no me importaba que el dinero se haya esfumado. No me interesaba que nunca nadie se contactó más conmigo para saber de cómo iba todo, de cuáles eran los resultados, de si estaba cerca, lejos o nunca había empezado. No, ahora era mí investigación, era una cuestión personal a la que me entregaba en cuerpo y alma, dejando de lado mi vida tal y como la conocía. Y así seguí, buscando adonde debía buscar, y donde no también, como este pueblito al que estaba entrando masticando tierra y desánimo.
Até a mi sacrificado compañero al palenque, vertí un poco de agua en el reseco bebedero para animales, e ingresé al bar. Nadie que asomase, que respondiese a mi saludo indagatorio. Hasta que desde el fondo, detrás del depósito de cajones de botellas vacías, una voz me respondió que ya sería atendido. Me senté a esperar agobiado por el calor y el cansancio, y la desidia del mundo hacia mí.
De ese oscuro lugar, una sombra con una maleta empezó a dibujarse a través de la puerta. Cuando la imagen se hizo clara, reconocí su rostro cómo si lo hubiese visto de frente como veces lo ví en la fotografía aquella que me acompañaba hace meses. Me paré de un salto, sorprendido y descolocado por la sorpresa. Cuándo iba a decir una palabra, se me adelantó y me dijo:
-Llegaste al fin. Pensé que nunca lo harías, que renunciarías, que desfallecerías y abandonarías la imposible tarea. Pero no, y eso nos premia a los dos. Vámonos, no hay nada en este pueblo para dos personas cómo nosotros. Nada que valore mi paciencia. Y mucho menos, nada que esté a la altura de tu certeza.
Y por primera vez en mi viaje, supe que las respuestas superaban a las preguntas. Y que ella tenía razón.

“Te busqué en otras mujeres, todas me dieron indicios
pude entrever los placeres, también adivinar los suplicios
te busqué mucho más lejos pero tú te adelantabas
me enseñabas el reflejo de tu risa y escapabas.”


Ariel Rot, “Te busqué”





lunes, 5 de noviembre de 2012

Al sur de la prosperidad


Al sur de la prosperidad


Si la legendaria sospecha es cierta, estas acciones se remontarían algunas generaciones atrás, cuándo la importancia de las cosas se manejaba con otras escalas.
En tiempos de crecimiento poblacional más irregular e inconstante, con pequeños grupos de personas que crecían alrededor de una vía de ferrocarril como guía edilicia, social y comercial; un minúsculo círculo de personas con intereses más altruistas que el común de los nuevos vecinos, decidieron que esa ciudad al sur de la línea que dividía el Bien y el Mal, construirían una comunidad que iría a contramano de los cánones impuestos por la modernidad.
Sin ningún tipo de publicidad, sin avisos mediáticos ni explosivas actividades, se encargaron de ir minando uno a uno los símbolos del progreso, anclando esa ciudad en un estado de inmovilidad permanente, con pequeños atisbos que hacían creer que eran influenciados por el mundo que los rodeaba, cuando en realidad solo tomaban de él algunos detalles para poder llevar a cabo su magistral plan.
Así, cuando el asfalto era el modo más evidente de demostrar prosperidad, estos cofrades se encargaban de mantener sus polvorientas calles de tierra, con zanja y pasto a sus costados. Visto por un visitante, era una demostración de atraso. Desde su combativa acción, era una forma de desfavorecer la visita de indeseables. Las canchitas de fútbol eran potreros secos, inclementes. Y la razón esgrimida era que no se quería perder la pureza del juego, entre romántico y brutal.
Los colegios, por ejemplo, eran constantemente cerrados por inundaciones, plagas, caídas de árboles. Se recurría entonces a la explicación que de esta manera, los alumnos contemplaban de manera certera y contundente, el accionar de la naturaleza, y las consecuencias que traía su manipulación errónea.
Algunas veces ocurrían delitos en los qué, jóvenes en su mayoría, quitaban a otros los pocos objetos que podían comprar con el trabajo que ejercían (muy posiblemente fuera de este ámbito, que entre otras cosas, escapando del salvaje capitalismo y combatiendo el bestial consumismo, no tenía polo industrial alguno), en una vívida representación de la redistribución de la riqueza, qué, por otra parte, obtenida fuera de su cerrada colectividad, estaba manchada por la externa amenaza.
Las relaciones humanas no escapaban de esos pensamientos y actitudes. No había calle en la que una relación no se encadenara a otra, y así un primo era amigo de la cuñada de la tía de la maestra del  pibe que atendía la verdulería de la señora que es la abuela de la madrina del repartidor de diarios que iba al colegio con la hermana de la novia del primo que menciono al comenzar esta explicación. Eso creaba odios y amores en igual medida, ya sea de forma directa, o por empatía con algún eslabón de esa cadena familiar.
Transcurrió entonces el desarrollo de esta ciudad, siempre regida por la oscura, la oculta cofradía. La vía dejó de existir algunos años después de que el ferrocarril dejó de surcarla.
 Ya no era esa la guía que condicionaba a su sociedad. Había cedido ante algo más abstracto y subjetivo, una idea que sobrevolaba día a día, minuto a minuto el alma de sus habitantes. Un espíritu que parecía anacrónico la dominaba, la sujetaba a sus decisiones y caprichos.
Aunque algunos se empeñen en adjudicar todo lo enumerado a la ineptitud de los gobernantes de turno; a la desidia de las autoridades pertinentes; a las consecuencias de años de pérdidas de valores, de calidad educativa, de ser parias. Eso pasará en otros lugares.
Porque si usted vive la experiencia de visitar un barrio en el que las esquinas son centro de reuniones y asambleas con la fachada de una cerveza o un faso como único motivo de ese encuentro, no se asuste ni huya despavorido pensando que cayó en un antro de perdición, en una ciudad enviciada por el pecado y la ignorancia. Es muy probable que usted haya terminado en mi ciudad, donde todos son rehenes y súbditos de la Cofradía de los Pibes Sin Calma.

“En la tierra del ruido
y la prostitución
y las calles mugrientas
con mercados hambrientos
que perforan la estación
como largas culebras”
“Los mocosos”, A. C. Martinez, Los Piojos.