Hoja
en blanco
Cuando siento que ya no tengo motivo alguno para seguir en la cama, después de taparme y destaparme incontables veces, dando cientos de vueltas para encontrar una posición que me permita seguir plácidamente acostado sin encontrarla, decido que es el momento. Me deslizo, creo que no me levanto, y después de un instante en el que mecánicamente lavo mi cara, mis dientes y pongo a calentar el agua para que los mates logren despertarme, siento que al fin estoy de pie.
En algún punto que no recuerdo, prendo la pc al mismo
tiempo que el primer pucho. El agua ya está caliente, y ese primer mate casi
hirviendo, de sabor fuerte y amargo, combinado con una pitada larga de esas en
las que uno casi se queda sin aire, más la atención que debo poner para abrir
correctamente cada programa de la pc que me ponga en condiciones de comenzar mi
tarea; bueno, todas esas acciones casi logran que pueda considerarme despierto
al fin.
Estoy solo en la casa, como hace siglos. Ya ni la
esperanza de ir a buscar el celular a ver si hay algún mensaje de ella, o
revisar en las redes sociales buscando algo que pueda interesarme. Porque casi
nada me interesa. Afuera, todo es odio, peleas y hambre. Adentro, al menos mi
gato y la hornalla me dan algo de calor.
Es tiempo además de cumplir con el destino que me
forjé con años de preparación. Desde
niño, soñaba leyendo los cuentos que me compraba mi abuelo, que quería ser
escritor. Y lo había conseguido. Notas, ensayos, cuentos. Todo ese camino
estaba hecho, y la expectativa de mi agente era que este era el momento para mi
novela. Uno se recibe de escritor si publica una novela, me decía una y otra
vez. Claro, ella pensaba en los billetes que recibiría por el adelanto de esa,
mi novela. Y yo pensaba que todo el entripado que me hacía este hombre enrevesado
podía transformarse alguna vez en algo que valiese la pena ser leído. Porque
para quien escribe, todo lo escrito merece ser escrito. La duda que uno tiene
cuando escribe algo es si eso merece ser leído. Y no va a ser seguramente esas
historias de grises vidas que pululan afuera, como la mía. Tiene que estar ahí,
en ese espacio que hay entre mi perturbada cabeza y esa pantalla de fondo
blanco con fondo celeste que me muestra el Word. Es mi obsesión, que ese blanco
lo desborden de letras para formar palabras que le den una conformación
estructuralmente eficaz para constituir un texto que valga la pena ser leído.
Eso, tan simple y complejo como eso es lo que busco.
De fondo, un lejano equipo de música reproduce un
viejo disco de Morphine, que me ayuda con esa insuperable combinación de bajo,
saxo y batería, más una voz que balbucea palabras en un para mí inentendible
inglés. Y la gata en mi regazo. Y el mate cebado y humeante. Y el pucho que
está todavía, o aún, por la mitad. Y mi cabeza que se dispara con imágenes que
pueden ser historias. Que para no ser autobiográficas, empiezan a ser la
antítesis de lo que soy, de lo que vivo. Y entonces esas imágenes se
desvanecen, al no tener el sustento necesario para desarrollarse. Porque ese no
soy yo, porque no sé muy bien de qué estoy hablando cuando los personajes
quieren hablar. Y entonces miro la pc, y la hoja sigue así, blanca. Y mis dedos
nunca dejaron el pucho, los de la mano izquierda. Ni para cebar cada mate que
los dedos de la mano derecha, la otra, acerca a mi boca para ser tomado. Y
concluyo que quizás es tiempo de escribir sobre un escritor frustrado ante la
hoja en blanco, agobiado por una vida gris.
O tal vez, que será mejor volver a
la cama; ahora que se enfrió el mate y el pucho es un montón de cenizas.
Seguramente mañana sea un mejor día para escribir todo eso que hoy no puedo.
“Una hoja en blanco soy en el momento,
en que pienso en vos y en todo lo que fuimos.
Te extraña hasta mi alma, me duele todo el cuerpo,
y por dentro mío te lloran hasta mis huesos.”
Luciano Ludueña. “Hoja en blanco.”