martes, 29 de agosto de 2017

Hoja en blanco

Hoja en blanco



Cuando siento que ya no tengo motivo alguno para seguir en la cama, después de taparme y destaparme incontables veces, dando cientos de vueltas para encontrar una posición que me permita seguir plácidamente acostado sin encontrarla, decido que es el momento. Me deslizo, creo que no me levanto, y después de un instante en el que mecánicamente lavo mi cara, mis dientes y pongo a calentar el agua para que los mates logren despertarme, siento que al fin estoy de pie.
En algún punto que no recuerdo, prendo la pc al mismo tiempo que el primer pucho. El agua ya está caliente, y ese primer mate casi hirviendo, de sabor fuerte y amargo, combinado con una pitada larga de esas en las que uno casi se queda sin aire, más la atención que debo poner para abrir correctamente cada programa de la pc que me ponga en condiciones de comenzar mi tarea; bueno, todas esas acciones casi logran que pueda considerarme despierto al fin.
Estoy solo en la casa, como hace siglos. Ya ni la esperanza de ir a buscar el celular a ver si hay algún mensaje de ella, o revisar en las redes sociales buscando algo que pueda interesarme. Porque casi nada me interesa. Afuera, todo es odio, peleas y hambre. Adentro, al menos mi gato y la hornalla me dan algo de calor.
Es tiempo además de cumplir con el destino que me forjé con años de preparación.  Desde niño, soñaba leyendo los cuentos que me compraba mi abuelo, que quería ser escritor. Y lo había conseguido. Notas, ensayos, cuentos. Todo ese camino estaba hecho, y la expectativa de mi agente era que este era el momento para mi novela. Uno se recibe de escritor si publica una novela, me decía una y otra vez. Claro, ella pensaba en los billetes que recibiría por el adelanto de esa, mi novela. Y yo pensaba que todo el entripado que me hacía este hombre enrevesado podía transformarse alguna vez en algo que valiese la pena ser leído. Porque para quien escribe, todo lo escrito merece ser escrito. La duda que uno tiene cuando escribe algo es si eso merece ser leído. Y no va a ser seguramente esas historias de grises vidas que pululan afuera, como la mía. Tiene que estar ahí, en ese espacio que hay entre mi perturbada cabeza y esa pantalla de fondo blanco con fondo celeste que me muestra el Word. Es mi obsesión, que ese blanco lo desborden de letras para formar palabras que le den una conformación estructuralmente eficaz para constituir un texto que valga la pena ser leído. Eso, tan simple y complejo como eso es lo que busco.
De fondo, un lejano equipo de música reproduce un viejo disco de Morphine, que me ayuda con esa insuperable combinación de bajo, saxo y batería, más una voz que balbucea palabras en un para mí inentendible inglés. Y la gata en mi regazo. Y el mate cebado y humeante. Y el pucho que está todavía, o aún, por la mitad. Y mi cabeza que se dispara con imágenes que pueden ser historias. Que para no ser autobiográficas, empiezan a ser la antítesis de lo que soy, de lo que vivo. Y entonces esas imágenes se desvanecen, al no tener el sustento necesario para desarrollarse. Porque ese no soy yo, porque no sé muy bien de qué estoy hablando cuando los personajes quieren hablar. Y entonces miro la pc, y la hoja sigue así, blanca. Y mis dedos nunca dejaron el pucho, los de la mano izquierda. Ni para cebar cada mate que los dedos de la mano derecha, la otra, acerca a mi boca para ser tomado. Y concluyo que quizás es tiempo de escribir sobre un escritor frustrado ante la hoja en blanco, agobiado por una vida gris.
 O tal vez, que será mejor volver a la cama; ahora que se enfrió el mate y el pucho es un montón de cenizas. Seguramente mañana sea un mejor día para escribir todo eso que hoy no puedo.


“Una hoja en blanco soy en el momento,
en que pienso en vos y en todo lo que fuimos.
Te extraña hasta mi alma, me duele todo el cuerpo,
y por dentro mío te lloran hasta mis huesos.”

Luciano Ludueña. “Hoja en blanco.”