La mirada
Cada tarde/noche que volvía del laburo, estaba más
convencido de que desde la esquina algo o alguien me miraba, aunque me quedaba
demasiado lejos para asegurarlo. Sobre todo porque esto había empezado a
parecerme a principios de abril y conforme pasaban los días, aunque los árboles
iban perdiendo el verdor, y las hojas también, cada día anochecía más temprano.
Mi barrio nunca se destacó por su luminosidad nocturna, más
allá que cada casa se esforzaba en mostrar con sus focos tenues y siempre
amarillentos, sus frentes. Apenas alcanzaban a darle brillo al asfalto
reluciente por la humedad de las noches, o esas zanjas que bordeaban el cordón.
Debo decir que al principio no me causó más que curiosidad.
No preocupación, por dos motivos: La esquina era la más lejana, o una de las
dos más lejanas para ser más precisos. Y la otra, es porque la altura en la que
se distinguía el par de ojos, no era amenazante. Digo, se entiende. Pero bueno,
la cuestión es que se estaba yendo lentamente el otoño, y esos ojos me
esperaban cada día según empezaba a sospechar yo, cuando volvía del laburo.
Como era un tipo bastante puntual, y el bondi respetaba su frecuencia, ese
momento no variaba de los cinco, diez minutos a los sumo. Salvo el día que se
rompió en Pasco, y el que venía atrás, re cargado de pasajeros, no quiso parar,
y esperamos el siguiente. Y ese día, casi media hora después de la hora
habitual de llegada, estaban allí.
Me empecé a preocupar el día de la tormenta. Una lluvia
torrencial, de esas que usualmente, e inevitablemente en mi barriada, inunda
todo lo que queda cerca. Trueno, rayos y centellas. Un viento que parecía ser
el padre del Cani. Me bajé corriendo del bondi, cuya parada queda una cuadra
antes de la mía, y mientras trataba de embocar la llave, con los lentes que se
me habían empapado, y las manos igual. De refilón, y casi sabiendo que no había
nadie, miré para esa esquina. Y sí…Ahí estaba.
Eso fue el punto de inflexión. Durante esa semana cumplí mi
rutina tradicional, y decidí que el lunes también lo haría. Cada día, la misma
rutina: yo llegando casi a las 7 de la noche. Esa mirada vigilando inmutable
desde la esquina.
Así que al martes siguiente no me aguanté más. Pedí permiso
a mi jefa, con la excusa de tener que pagar algo que se me vencía, y salí un
rato antes. Me caminé cuatro cuadras para tomar desde la estación el otro
bondi, el que va más rápido, pero que me deja en la avenida paralela a la de mi
casa. La idea estaba clara, aunque todavía deliberaba conmigo mismo sobre cómo
ejecutarla. Llegaría un rato antes, o a la misma hora. Pero en este caso iría
por el lado contrario, para ver si podía sorprender a quien me miraba cada día
llegar. La incertidumbre, y el miedo, para qué negarlo, me hacían retorcer la panza,
y un nudo que se hizo pelota en la boca
del estómago. Pero ya estaba decidido a revelar ese misterio.
Decidí viajando, mientras la música de mi reproductor
intentaba calmarme, que cuando bajase de ese bondi, esperaría hasta llegar
puntualmente a la hora en la que llegaba cada día. Apenas bajé, me di cuenta de
que faltaban casi quince minutos para eso. Los esperé buscando en el teléfono
algunas canciones que me hagan pasar esa pequeña eternidad, y puedan
distraerme. No lo logré, todas las asociaba a ese momento con el que me tenía
que encontrar con esos ojos que me acechaban. Cuando me di cuenta de que era el
momento de ir a por ellos, como dicen los gallegos que habitualmente me
acompañan en esas canciones, me decidí y arranqué. Antes me até los cordones, y
me cerré la campera, tal vez pensando en el Pedro Navaja que había sonado en el
viaje.
Hasta que estuve a dos calles, la mente iba en blanco.
Cuando doblé la esquina, supe que después de eso, estaba lo que buscaba. O al
menos eso era lo que debía ocurrir. Como todos sabemos, las manzanas tienen
cuatro lados desparejos. Mi casa quedaba sobre una de las paralelas largas de
la manzana, así que doblé encarando una de los lados cortos, quedando a la
vuelta de mi casa, en L. Y cuando doblé, como estaba diciendo…Nada. Me frené, y
retrocedí para poder esconderme apenas en la esquina anterior a la que era mi
objetivo. Saqué el teléfono del bolsillo, y además de desconectar los
auriculares para estar con todos los sentidos entregados a mi cometido, miré la
hora. Y sí, era la hora exacta. Debía estar allí, y no estaba. Tardé un par de
minutos en pensar qué hacer, hasta que decidí ir a casa. Vencido, y más
preocupado que hasta ese momento. Caminé resuelto, casi enojado. Doblé la
esquina contraria a la que hacía cada día, mientras Doña Ana, de la vereda de
enfrente, me miraba sorprendida mientras me saludaba diciéndome qué bien que me
quedaba el pelo corto, y cuánto hacía que no me veía, y yo le sonreía de
compromiso, recordando lo mal que trataba cuando andaba con la hija de pibe. Si
supiera que me lo corté hace más de diez años, se cae de culo la vieja, al
darse cuenta de cómo pasa volando la vida. Así seguí, distraído por ese saludo
inoportuno y casi desagradable, hasta llegar a la puerta de mi casa. Saqué las
llaves, mientras veía como mi gato se deslizaba por el borde del techo, como
festejando mi llegada. Y sonreí nuevamente, pero esta vez con amor. Y estaba
entrando, resignado, cuando tuve la estúpida idea de mirar hacia la esquina. Hacia
esa esquina… Y ante mi aterrada vista, ahí estaban esos ojos otra vez,
relucientes. Como la sonrisa burlona que esta vez los acompañaban.
"Hay ojos de mujer, que castigan duro.
Y ella lo sabe, tan bien como él..."
Mientras haya luces del bar, Caballeros de La Quema