lunes, 4 de septiembre de 2017

Dos solos.

Dos solos.

Acodado en la heladera mostrador, masticaba aire con los ojos vidriosos por las cervezas. Parecía que mascaba chicle, pero ya lo había pateado después de dejarlo caer de la boca hacía como dos horas atrás, cuando se acordó que tenía que ir al baño.
Del brazo que no sostenía el vaso, le colgaba la Flaca, desde hacía varios días con sus noches si mal no recordaba. Bah, eso era lo que quería pensar. Lo miraba al Coco, el bufetero del club que hoy se estaba bancando el festival de rock y blues porque era la única manera de sumar algunos pesos a la escuálida caja de ese boliche que dejó de ser rentable desde el mismo momento en el que se hizo cargo.
El Negro era cliente habitual con los pibes del barrio, que todas las tardes se jugaban unas fichas de pool o metegol y se tomaban unas birras, mientras cinco borrachos jugaban al truco por nada, y se tomaban un vaso de vino, o de Legui cada uno, no más que eso. De comer algo, ni hablar. Capáz que un viernes de cobro alguno se clavaba uno de mila. Pero no más que eso. Los pibes eran aire fresco según la mirada de Coco, y los futuros borrachos según las doñas del barrio.
En todo eso pensaban el Negro y Coco mientras se miraban de a ratos con cara de “¿Qué estamos haciendo todavía acá?”. Pero Coco laburaba, y el Negro se dejaba apuñalar por la guitarra de Skay que atronaba rebotando en el techo de chapas de zinc desde abajo, contrastando con el ruido de la lluvia torrencial que caía de ese cielo cada vez más lejano,mientras otra banda armaba los equipos para tocar. Cada nota le traspasaba el alma, y lo llevaba a un estado de introspección que lo alejaba del club, de la gente que lo rodeaba, de las cervezas. Pero de la Flaca no, no podía alejarlo nada. Mientras, ella seguía buscando en el hombro del Negro vaya uno a saber qué, en ese frío jean de la campera.
Los buitres revoloteaban viendo al Negro medio fisura, y la miraban a la Flaca que era una de las pocas pibas del lugar, aunque los pibes que los conocían, sabían que ellos dos eran uno. Y ella ni se enteraba, porque solo retiraba la cabeza para mirarlo a él, o para tomar cerveza. El Negro no estaba tan seguro de eso, más por inseguridad propia de saberse un cachivache con todas las letras, que por algo que no le demostraba la Flaca. Seguía con él ahí, mientras se exhibía en ese mostrador como un exponente más de la juventud perdida. Eso decía la vieja de ella. Y la de él.
Entonces la miró. Al principio la escrutó con la mirada, como dándose cuenta por primera vez que esa piba estaba con él. Ella sintió su mirada como cada vez que él la miraba, y retirando la cabeza del hombro, se irguió para sostenerle la mirada. Como hacía siempre, porque la mirada del Negro hablaba más que la boca. Salvo cuando la besaba. Los ojos perdidos de la borrachera de ambos se focalizaron en esa mirada. Ahora sí: Nada más en el mundo existía. Él acercó la cabeza de ella como invitándola a escucharlo. Ella se acercó obediente, esperando que no le diga nada y la bese. Pero él habló, arrastrando las palabras como hablan los borrachos cuando van a decir algo serio.
-Flaca, decime la postalina. ¿Vos te sentís sola cuando estás así conmigo? Así, fisura. Con un mogra de más, y diez birras que me están sobrando en el balero.-
La Flaca lo miró, le apoyó los labios apenas en los labios del Negro, y mirándolo a los ojos con las narices pegadas, contestó más sobria que nunca, con la seguridad de quién se sabe la pregunta y se tiene aprendida la respuesta.
-Negro, yo me siento sola nada más cuando no te tengo cerca.-

El Negro la besó, con delicadeza, y mirando cómplice al Coco, que nunca se enteró de lo que ellos estaban hablando, y sonriendo como un pibito, le hizo la seña de que quería una birra más, y encaró para el baño. Hueso ya estaba por arrancar a cantar, y él le había pedido una para la Flaca. Y apuró el paso, no porque le importase escuchar la dedicatoria, si no para que la Flaca no se sienta sola sin él.


"...ella le dijo, 
como acostumbrábamos decir 
llévame a ver las estrellas 
llévame a decir si, si , si,si..."
"La Flaca Pili y el Negro Tomás", Guasones.



martes, 29 de agosto de 2017

Hoja en blanco

Hoja en blanco



Cuando siento que ya no tengo motivo alguno para seguir en la cama, después de taparme y destaparme incontables veces, dando cientos de vueltas para encontrar una posición que me permita seguir plácidamente acostado sin encontrarla, decido que es el momento. Me deslizo, creo que no me levanto, y después de un instante en el que mecánicamente lavo mi cara, mis dientes y pongo a calentar el agua para que los mates logren despertarme, siento que al fin estoy de pie.
En algún punto que no recuerdo, prendo la pc al mismo tiempo que el primer pucho. El agua ya está caliente, y ese primer mate casi hirviendo, de sabor fuerte y amargo, combinado con una pitada larga de esas en las que uno casi se queda sin aire, más la atención que debo poner para abrir correctamente cada programa de la pc que me ponga en condiciones de comenzar mi tarea; bueno, todas esas acciones casi logran que pueda considerarme despierto al fin.
Estoy solo en la casa, como hace siglos. Ya ni la esperanza de ir a buscar el celular a ver si hay algún mensaje de ella, o revisar en las redes sociales buscando algo que pueda interesarme. Porque casi nada me interesa. Afuera, todo es odio, peleas y hambre. Adentro, al menos mi gato y la hornalla me dan algo de calor.
Es tiempo además de cumplir con el destino que me forjé con años de preparación.  Desde niño, soñaba leyendo los cuentos que me compraba mi abuelo, que quería ser escritor. Y lo había conseguido. Notas, ensayos, cuentos. Todo ese camino estaba hecho, y la expectativa de mi agente era que este era el momento para mi novela. Uno se recibe de escritor si publica una novela, me decía una y otra vez. Claro, ella pensaba en los billetes que recibiría por el adelanto de esa, mi novela. Y yo pensaba que todo el entripado que me hacía este hombre enrevesado podía transformarse alguna vez en algo que valiese la pena ser leído. Porque para quien escribe, todo lo escrito merece ser escrito. La duda que uno tiene cuando escribe algo es si eso merece ser leído. Y no va a ser seguramente esas historias de grises vidas que pululan afuera, como la mía. Tiene que estar ahí, en ese espacio que hay entre mi perturbada cabeza y esa pantalla de fondo blanco con fondo celeste que me muestra el Word. Es mi obsesión, que ese blanco lo desborden de letras para formar palabras que le den una conformación estructuralmente eficaz para constituir un texto que valga la pena ser leído. Eso, tan simple y complejo como eso es lo que busco.
De fondo, un lejano equipo de música reproduce un viejo disco de Morphine, que me ayuda con esa insuperable combinación de bajo, saxo y batería, más una voz que balbucea palabras en un para mí inentendible inglés. Y la gata en mi regazo. Y el mate cebado y humeante. Y el pucho que está todavía, o aún, por la mitad. Y mi cabeza que se dispara con imágenes que pueden ser historias. Que para no ser autobiográficas, empiezan a ser la antítesis de lo que soy, de lo que vivo. Y entonces esas imágenes se desvanecen, al no tener el sustento necesario para desarrollarse. Porque ese no soy yo, porque no sé muy bien de qué estoy hablando cuando los personajes quieren hablar. Y entonces miro la pc, y la hoja sigue así, blanca. Y mis dedos nunca dejaron el pucho, los de la mano izquierda. Ni para cebar cada mate que los dedos de la mano derecha, la otra, acerca a mi boca para ser tomado. Y concluyo que quizás es tiempo de escribir sobre un escritor frustrado ante la hoja en blanco, agobiado por una vida gris.
 O tal vez, que será mejor volver a la cama; ahora que se enfrió el mate y el pucho es un montón de cenizas. Seguramente mañana sea un mejor día para escribir todo eso que hoy no puedo.


“Una hoja en blanco soy en el momento,
en que pienso en vos y en todo lo que fuimos.
Te extraña hasta mi alma, me duele todo el cuerpo,
y por dentro mío te lloran hasta mis huesos.”

Luciano Ludueña. “Hoja en blanco.”