miércoles, 25 de marzo de 2020

La Guerra


                                                    La Guerra       

-¡¿Qué me mirás, pelotudo!?-
El grito hizo dar vuelta a todos, y el silencio que se hizo pareció estar antecediendo la exclamación que sorprendió a todos, menos a él. En realidad, por supuesto que el silencio fue posterior a ese altisonante insulto, pero a todos les hizo olvidar qué estaban haciendo o hablando antes de eso. En eso se concentró toda la atención, mientras ella echaba fuego por los ojos, la boca cerrada como apretando los labios para no seguir destilando odio. Un odio que la vencía, ante la impávida cara de él, que se quedó parado al lado de su silla, mirándola con una paz que no podía más que desconcertar al resto, que estaba luchando contra su propia curiosidad, sin saber si reírse, intervenir a favor de alguno de los dos, o mirar con complicidad al que tenía más cerca.
Eso pareció durar una eternidad, como en las películas de cowboys cuando se están por batir a duelo los dos protagonistas. Ella jamás le quitó la mirada de los ojos, y el parecía mirarla sin ver. Atinó a sonreír, lo que pareció ser nafta en el fuego de los ojos de ellas, siempre tan dulces hasta en el color miel, pero una llama del infierno en ese momento, que él atizaba con cada mínimo gesto, que solo ella adivinaba o preveía. O los imaginaba, porque la cara de él era de una inexpresividad absoluta. Pero no, ahí estaban los dos ante la expectativa del resto. Alguien intentó decir algo, o lo hizo pero nadie llegó a entenderlo, mucho menos ellos dos. Cuando ella se paró, pareció llegar el clímax del enfrentamiento. Era más baja que él, como habitualmente ocurre en un encuentro así. Pero el ímpetu de ella, más la pasividad de él, los ponía casi cara a cara, la nariz de ella casi contra la de él, que se alejó un poco para evitar el roce, o el choque. Y cuando parecía inevitable el impacto, se abrió la puerta.
Todos sabían lo que eso significaba, así que sin dejar de mirarlos a ellos, que en su abstracción fueron los únicos que no se percataron de lo que estaba sucediendo, entre corriendo y saltando, se volvieron a sus lugares habituales, mirando a quién entró, que no llegaba a enterarse del todo de lo que estaba pasando. Solo les pidió a ellos que se sienten también, y ante la notable indiferencia, lo reiteró elevando la voz. Tampoco resultó efectivo eso. Entonces en lugar de ir a ubicarse a su lugar, se fue caminando, mientras miraba la cara alerta de todos, que esperaban su intervención, para descubrir de una vez por todas qué había pasado.
Con un preconcepto que casi en todos los casos se cumple, le preguntó a ella qué le había hecho él. Ella, aguantando el llanto y apretando las manos tanto que se clavaba las uñas en las palmas, guardó silencio. Entonces, siguiendo esa intuición que no falla, le preguntó a él qué pasó. 
Movió la cabeza como negando algo de lo que nadie lo había acusado, porque nadie entendía aún nada. Lo volvió a preguntar, esta vez dirigiéndose a los dos, pero mirando al resto, esperando que alguien se anime a decir algo. Y nada...
Cuando estaba por alterarse como habitualmente lo hacía, y emprender un discurso en el que seguramente acusaría a todos de lo que estaba pasando, para provocar de alguna manera que alguno hable y ponga negro sobre blanco, ella habló.
-No pasó nada, Seño.- Y se sentó,  la sonrisa  iluminándole la cara, y otra vez las pecas siendo el detalle que daba marco a ese rostro perfecto, al mismo tiempo que le daba la espalda a él, que aprovechando ese segundo de confusión, apuró el paso y se fue a sentar al fondo, que es el lugar en el que suelen sentarse los pibes como así.
Sin que nadie se diera cuenta, agarró el papelito que ella le había dado antes de que entraran todos, apenas terminó el recreo, y del que él se había reído como un imbécil, y se lo metió en el bolsillo chiquito del guardapolvo, doblado como lo había recibido. De los nervios, de no poder creer lo que ella le había escrito. De eso se rió.
La Seño, como hacen todas, siguió como si nada hubiera ocurrido. Como la vida misma. No sabía ella, ni nadie, que en ese “Me gustás”, de color rojo adornado con mariposas celestes estaba sintetizado lo que iba a significar el comienzo de una guerra que él ya había perdido.

"...Me asusta, tu guerra, menos
Que el alto el fuego en tu corazón..."
Alto el fuego, Jorge Drexler



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por comentar!!!Espero que mis ganas de escribir coincidan con tus ganas de leer.Si te gustó, compartilo.Y si no,también.